Alfreedo Saenz en la Audiencia de Barcelona. |
El artículo, procedente de El Confidencial www.elconfidencial.com
está escrito por Carlos Herranz si bien podría ir firmado por Mario Puzo autor de El Padrino a la vista de los hechos y circunstancias que en él se narran. No tiene desperdicio.
F.J.
Hace años que no tiene residencia fija en Barcelona. Pedro Olabarría vive a medio camino entre Alemania, país del que es natural su mujer, y Canadá. Una excentricidad propia de una persona acomodada si no fuera porque su exilio voluntario de España tiene mucho que ver con el episodio que esta semana ha recobrado plena actualidad, es decir, la sentencia del Tribunal Supremo por la que Alfredo Sáenz, consejero delegado del Banco Santander y en el último tramo de su exitosa carrera, queda inhabilitado para el ejercicio de su profesión de banquero.
Como se ha recordado esta semana a raíz del caso, el breve paso por la cárcel de este empresario vasco afincado en Barcelona en 1994 terminó desentrañando una trama mayor de corrupción en la que participaba un juez llamado Pascual Estevill. Sin embargo, el origen de su cruzada no fue contra el magistrado corrupto que le condenó a prisión y le embargó sus bienes, más tarde expulsado de la carrera judicial tras la condena del Tribunal Supremo, sino contra el banquero, presidente de Banesto para más señas, que instigó esa persecución judicial.
Precisamente, ese banquero aupado entonces a la cima de Banesto por el Banco de España, recién intervenido y destronado Mario Conde a finales de 1993, estaba familiarizado y acostumbrado a tratar con la élite de Barcelona, esa aristocracia empresarial que hacía de Cataluña el motor industrial del país. Todos se conocían. No en vano, durante ocho años, Alfredo Sáenz fue presidente de Banca Catalana en comisión de servicios especiales, ya que la era filial del Banco Vizcaya, donde el financiero hizo carrera como ejecutivo estrella bajo el manto de Pedro Toledo.
Antes de que Sáenz pisara la marca catalana, Olabarría Delclaux ya había hecho carrera como empresario de éxito en la Barcelona de los 80. Su espíritu emprendedor le apartó del negocio familiar de construcción en el País Vasco para probar fortuna primero como asalariado. La pujante Ciudad Condal tenía reservado para él un puesto como directivo en la emergente Motor Ibérica (Nissan), donde progresó hasta el punto de disputar la confianza de los japoneses al todopoderoso Juan Echevarría, ex suegro del ahora líder político Joan Laporta.
Sus méritos no fueron suficientes para quedarse al frente del gigante del motor, por lo que Olabarría probó fortuna, junto a varios socios, como empresario. Y su primera apuesta fue claramente ganadora. Con el mercado del papel por los suelos, compró a precio de saldo la mayoría del fabricante Torras Hostench con la aspiración de dar la vuelta a la compañía. Sin embargo, nadie le podía decir que su inversión sería más rentable en tan poco tiempo gracias a los petrodólares que regaron la Península a mediados de esa década. Un golpe de suerte.
En 1984, el grupo kuwaití KIO irrumpió en España con la compra de la papelera Inpacsa, fundada y controlada por la familia de José María Porcioles, ex alcalde de Barcelona, asfixiada por las deudas. Tras la inyección de liquidez, en sólo un año la compañía ya arrojó beneficios, lo que hizo que KIO, bajo la batuta del emergente Javier de la Rosa, decidiera ampliar su inversión en el sector papelero. Así, en 1986, el grupo inversor kuwaití adquirió un paquete del 24% de Torras Hostench, aún en suspensión de pagos, a la familia Olabarría.
Aquella operación hizo que el empresario vasco ascendiera de división dentro del establishment catalán. Su pequeña gran fortuna nació entonces, con la venta de una compañía papelera que años más tarde, con un plenipotenciario Javier de la Rosa, terminaría convirtiéndose en el holding desde que el financiero catalán articularía todas las inversiones de KIO. Desde entonces, Olabarría pasó a la categoría de inversor, colocando su patrimonio en empresas y sectores de diversa índole, donde participaba en los órganos de administración.
Una deuda con Banesto.
Una de esas inversiones fue la que supuso toda una ruina moral. La suspensión de pagos de Harry Walker, una compañía de suministros donde era accionista minoritario, desencadenó una implacable persecución por parte de Banesto como principal acreedor. El celo de esa cruzada corrió a cargo del responsable del banco en Cataluña, Miguel Angel Calama, y del asesor jurídico externo, Rafael Jiménez de Parga, aunque el supervisor último de la operativa era un tal Alfredo Sáenz, al que Olabarría responsabilizó siempre de su paso por la cárcel.
El tesón del agraviado por demostrar la tropelía cometida a su persona dio lugar a una causa mayor, que terminó descubriendo al juez Estevill como ejecutor de sentencias por encargo entre la clase empresarial catalana. Olabarría no aspiraba a tanto. Tal vez por eso, tras la tormenta que sacudió entonces a los pilares de la poderosa Barcelona, el empresario vasco optó por pasar a un discreto segundo plano cada vez más lejos de España. Había demasiados compañeros de casta que habían quedado al descubierto a consecuencia de su cruzada.
Aunque ha tenido que pasar 16 años, el Tribunal Supremo ha ratificado y ampliado la sentencia condenatoria a Alfredo Sáenz. El consejero delegado del Santander recurrirá por defecto al Tribunal Constitucional, como ya han confirmado desde el banco de Emilio Botín. Todo para evitar y dilatar la ejecución de una sentencia firme. Una reacción que puede conceder muy buenos réditos judiciales, como bien saben otros ilustres condenados, como Cortina y Alcocer(Los Albertos), que han evitado cárcel, aunque no deshonra, por el caso Urbanor.
En ocasiones, la fama, la gloria e incluso el reconocimiento social es para aquellos que han sido condenados por el Tribunal Supremo, el papel de Olabarría tiene bastante en común con la causa emprendida años después por Pedro Sentieri y Julio San Martín contra la pareja de primos, de quienes fueron socios. Sus logros, como los de cualquier antihéroe, están condenados al silencio y premiados con el destierro. Sus victorias son sólo morales, aunque esa sea la mayor de las recompensas.Escrito por Carlos Herranz