UNA parte esencialmente folclórica de la izquierda española quedó fielmente retratada en su cheka favorita, el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en el acto de apoyo a los tejemanejes histórico jurídicos de Baltasar Garzón, el juez que no descansa y que siempre se pone los calcetines antes de ducharse, según se desprende del relato de su atenta biógrafa. Allí estaban los mismos de siempre: inasequibles al desaliento, el retén de vigilancia ideológica de la confusa sociedad española volvía de nuevo a los medios para ocuparse de un asunto por el que, sorprendentemente, aún no había habido manifestación oficial. Los mismos que cuando la guerra de Irak. Los mismos que cuando los cordones sanitarios. Los mismos que cuando la ceja famosa. Los mismos que cuando el doctor Montes. No se aburren de verse. Son los mismos, igual de pesebreros, igual de aburridos, igual de rencorosos. No se cansan de proclamar siempre las mismas soflamas. No se ruborizan por decir cursilerías. Son los mismos y siguen mostrando su mismo perfil intolerante, suficiente, insufriblemente sectario.
Los miembros de este sindicato de intelectuales nacidos casi exclusivamente para la lectura de comunicados no podían dejar pasar la oportunidad de evidenciar una de sus características más acentuadas: la nostalgia del franquismo. Hace treinta y tres años que murió el hombre sobre el que, por lo visto, han girado sus vidas y no consiguen olvidar su nombre. Cuando no es por una cosa es por otra, pero cada cierto tiempo Franco vuelve a ser la argumentación central de su quehacer: ahora lo ha sido merced a la iniciativa disparatada del juez Garzón y su Causa General, la que él mismo ha tenido que abandonar después de apercibirse del ridículo que le esperaba. Convencidos de que aún se puede ganar la Guerra Civil o de que aún se puede meter en la cárcel al pasado nostálgicos de Bellas Artes acariciaban la idea de encarcelar simbólicamente a esa mitad de España que es «facha», según criterio de Paco Ibáñez, uno de los incansables firmantes de todo lo que le echen. En virtud de ello se les disparó el relé y en lugar de echarse la fotico de todos los saraos, dejaron correr la lengua sin la habitual y necesaria prudencia que se le exige a todo portavoz de conciencias.
En su permanente escenificación del odio, estos vigilantes del confín de las ideologías llegaron a decir que el auto de Garzón debería ser un anexo a la Constitución o que deberían quemarse determinados libros de historiadores al parecer no excesivamente afines a sus ideas. Lo primero constituye una contradicción palmaria, ya que la Carta Magna es precisamente un aval sobre la superación del pasado, una tabla rasa de reconciliación y vista al futuro, y lo segundo es un inexplicable ataque de ira sectaria de alguien a quien este columnista siempre ha tenido y tendrá en alta estima: sé que ha puntualizado y, de alguna manera, corregido sus palabras, lo cual celebro, pero constato que no reconozco en ellas a Cristina Almeida, mujer de izquierdas que siempre ha sabido alternar intelectualmente con quienes mantienen discursos opuestos y a la que nunca recuerdo en posiciones sectarias. Lamentablemente, a Cristina se le ha recordado la ideología y ejecutoria de su progenitor, por lo visto exactamente no de su misma tendencia, y el papel del mismo en aquellos años de la posguerra en Badajoz, con lo que se evidencia el error de volver sobre el pasado con el ansia de ajustar cuentas y de pedir explicaciones a los hijos del comportamiento de los padres.
Garzón, en cualquier caso, puede estar satisfecho: no ha prosperado su sainete pero ha conseguido que una colección de antiguallas sostenga que sus textos son una magnífica y trepidante novela de acción. Y que lo hagan con esa escenificación asamblearia que tanto rejuvenece. No ha podido encarcelar a Franco, que ya está muerto, pero al menos ha sacado a unos cuantos fantasmas a la calle, que no es poco para el frío que hace.
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