miércoles, 22 de octubre de 2008

Embriones ¿ciencia o negocio?

La Conferencia Episcopal Española publicó ayer la nota Curar a los enfermos, pero sin eliminar a nadie. Aclaraciones sobre los hechos implicados en el nacimiento del llamado primer “bebé medicamento”. Os recomiendo que la leáis y comentéis con vuestros familiares y amigos, para que tengais siempre referencia segura en este tema, que es tanto de manipulación de embriones como de manipulación de conciencias.

Ahora comparto con vosotros las reflexiones que hacía antes de que la legislación actual fuera aprobada, insistiendo en que la Iglesia no está en contra de la ciencia, la técnica o la medicina, y en este caso, lo que hace es señalar que el límite de la inviolabilidad de la vida es absoluto. Como explicábamos en la Nota de marzo de 2006, este límite es reconocido y respetado no sólo por “los católicos que conocen el Evangelio de la vida y sus implicaciones morales", sino también por “todas las personas que se han formado un juicio propio de acuerdo con los datos de la ciencia y los principios de la ética humanista y no siguiendo los eslóganes y las informaciones interesadas de la industria productora de niños y de los laboratorios de investigación biomédica".

En estos tiempos es del todo verdad aquello de “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. Causa tristeza ver cómo, para algunas personas, inexplicablemente, los progresos científicos funcionan como si fueran razones a favor del ateísmo. Bien mirado, el trabajoso y progresivo descubrimiento de la creación, de la materia, del mundo en que vivimos, de lo que nosotros mismos somos, tendría que ser un aliciente más para reconocer la existencia de Dios, como Ser original, como principio sin principio de tanta maravilla. La ciencia, cuando no está pervertida por el orgullo, acerca a Dios y nos prepara para la adoración y la alabanza.

Hoy la ciencia ha adquirido una particularidad importante. No se conforma con saber. Los investigadores, o quienes les pagan, quieren saber para intervenir en los procesos de la naturaleza y modificarlos de acuerdo con sus objetivos. Aquí es dónde surgen los grandes riesgos y las preguntas inquietantes. ¿Qué es lo que podemos hacer sin abusar de la naturaleza, sin arrogarnos un poder que no nos corresponde? ¿Todo aquello que se puede hacer científicamente, se puede también hacer moralmente? La ciencia, los descubrimientos, las diferentes tecnologías no son buenas por sí mismas. Son buenas y legítimas si de verdad respetan las leyes de la naturaleza, si respetan los derechos de las personas afectadas, si contribuyen al bien humano de las personas implicadas. Con una misma ciencia se pueden hacer grandes bienes o grandes males.

En estos momentos las técnicas que tienen relación con la genética y la reproducción humana están abriendo muchas posibilidades, pero plantean también graves problemas morales, especialmente en todo aquello que tiene relación con la producción, manipulación y tratamiento de embriones humanos. Es evidente que los conocimientos admirables que se han desarrollado en estos últimos años y las posibilidades que se vislumbran para luchar contra muchas enfermedades genéticas son una gran esperanza para la humanidad. Estas posibilidades, como todo lo que el hombre va descubriendo en los secretos de la creación, son un verdadero don de Dios, fruto de su sabiduría y de su paternal providencia.

Pero si la sociedad rica y poderosa se empeña en prescindir de Dios y jugar a ser el brujo o el diosecillo de la naturaleza, tratándola a su antojo, podemos entrar en una era de abusos y atrocidades que da miedo imaginar. En cambio, si somos capaces de entrar en esta era tecnocientífica con una actitud seriamente religiosa, reverente, conscientes de nuestras limitaciones y guiados por un sincero respeto a la soberanía de Dios creador, podremos alcanzar en poco tiempo metas admirables de salud, comunicación y solidaridad.

El primer requisito es que los científicos, la opinión pública, los gobiernos y todas las personas influyentes reconozcan y respeten la dignidad del embrión humano. Un embrión humano, desde el primer momento de su existencia a partir de la fusión de los gametos, es un verdadero sujeto humano, portador de un proceso interno y propio de desarrollo, coordinado, continuo y gradual, que le hace digno de un tratamiento singular, como verdadero sujeto de derechos, nunca confundible con una masa inerme de células.

Por eso mismo resultan moralmente inadmisibles aquellas prácticas que implican producción arbitraria de embriones, manipulación o destrucción de embriones vivos, con elección de unos para la vida y de otros para la muerte, aunque sea con el fin de aprovechar en todo o en parte sus células en injertos y trasplantes. El fin no justifica los medios. No digamos si es para hacer cremas u otros productos cosméticos. Lo que se hace con embriones humanos se está haciendo con verdaderos seres humanos. Aunque no se vea, aunque no puedan gritar ni llorar. El comercio con embriones humanos es comercio con seres humanos incipientes e indefensos. Es una grave profanación de nuestra propia humanidad. Una grave ofensa contra la providencia y la soberanía de Dios, único creador.

El camino justo y sabio es el que nos lleva a emplear la ciencia como un medio para ayudar a los fines de la naturaleza, para mejorar sus mecanismos y procedimientos, sin violentar sus leyes, sin profanar la dignidad de las personas, sin arrogarnos el dominio sobre la existencia de otros seres tan respetables como nosotros mismos, sin disponer de la vida y de la muerte. La clave está en saber situarnos ante el mundo como creaturas, como lo que somos realmente, no dueños del mundo, no señores de la vida y de la muerte, sino colaboradores de la Sabiduría y la Providencia del Creador que nos precede a todos, que nos sostiene y nos guía en el ejercicio mismo de nuestra inteligencia, de nuestra libertad y nuestros deseos.

Hay que parar a tiempo en este camino equivocado de una ciencia sin moral, de una utilización de la ciencia al servicio de proyectos ambiciosos e inhumanos que nos llevarían a un mundo de monstruos. Cuantos más conocimientos y más capacidad de actuación alcanzan los hombres, los grupos, las empresas, los gobiernos, más necesidad tenemos de reconocer y respetar unas normas morales que dirijan nuestras actuaciones por caminos de justicia, de auténtica humanidad, de respeto a los demás, especialmente de los más débiles, de servicio incondicional a la vida y al ser de las personas en cualquier fase de su desarrollo.

La Iglesia apoya decididamente la investigación y la ciencia, pero por lealtad y por justicia pide y reclama que ciencia y técnica, como todas las demás capacidades y actuaciones del hombre, se pongan de verdad al servicio de la humanidad, al servicio de las personas concretas, al servicio de la salud, de la comunicación verdadera y enriquecedora, de la urgente solidaridad mundial.

Por encima de los conocimientos y de los proyectos o intereses humanos tiene que afirmarse un amor verdadero, iluminado, respetuoso, efectivo, auténticamente humano y humanizador, un sentimiento de solidaridad y de respeto que encuentra su mejor fundamento y su más viva justificación en la adoración de un Dios Creador y Providente. En unas naciones iluminadas por la fe cristiana esto tendría que ser una convicción evidente y plenamente vigente sin discusiones.


Escrito por Mons. Fernando Sebastián Aguilar, Arzobispo emérito de Pamplona-Tudela |

 


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