Los hechos ocurrieron el viernes pasado, 17 de octubre. A las 6,30 de la tarde, un empresario vasco de mediana edad afincado en Madrid desde hace años, en compañía de su mujer y uno de sus hijos, de compras por la calle Jorge Juan de Madrid, se disponía a entrar en una pequeña zapatería que se encuentra situada frente a “El Paraguas”, Jorge Juan esquina Lagasca, uno de los mejores restaurantes de Madrid y también, lógicamente, uno de los más caros.
Nada digno de mención hubiera ocurrido de no haber sido porque en ese mismo instante nuestro hombre casi se dio de bruces con el juez Baltasar Garzón, que a esa hora, 6,30 de la tarde, salía –orondo, colorado, bien cebado- de “El Paraguas” rodeado de una nube de guardaespaldas. “Y todavía no sé muy bien qué fue lo que me impulsó a dirigirme a él, porque soy más bien tímido y poco dado al conflicto, pero el caso es que, sin pensarlo mucho, con todo el respeto y tratándole de usted, le abordé para decirle que me parecía una pena que estuviera dedicando su tiempo a desenterrar los muertos de la guerra civil habiendo tantas cosas que hacer en este país y en la propia Justicia, con millones de procedimientos atascados, y que además esa era una forma de volver a enfrentar a los españoles justo cuando menos lo necesitamos”.
“No me respondió. Me dirigió una mirada cargada de desprecio, esbozó una sonrisa, y se encaminó a su coche, que le esperaba con las puertas abiertas”. ¿Fin de la presente historia? Pues no, porque apenas había traspasado la familia el umbral de la zapatería, dispuesto nuestro hombre a comprarle a su hijo un par de zapatos que le habían gustado, cuando tres bigardos, “tres tipos que resultaron ser miembros de la escolta del señor juez”, hicieron acto de presencia en la tienda, con cara de pocos amigos. El empresario, que aquel momento hablaba con un joven dependiente, se enteró de que algo raro ocurría al notar que alguien a su espalda le estaba golpeando en el hombro con reiteración.
-¡Identifíquese…!
Naturalmente nuestro hombre se negó en redondo, aludiendo a su condición de hombre libre y ciudadano cumplidor de sus obligaciones para con el Estado.
-Formamos parte de la escolta del juez Garzón, que nos ha ordenado que verifiquemos su identidad.
“Pero eran ellos los que tenían que identificarse primero y enseñarme sus placas”, prosigue el protagonista de la historia, “y así se lo dije, porque desde la zapatería me iba a ir a la comisaría más cercana a poner una denuncia”.
El episodio no estuvo exento de tensión, ya que el jefe del comando policial hizo un par de amagos de enseñar su placa que fueron vistos y no vistos. “Oiga, si no me enseña su placa correctamente, de forma que yo pueda tomar nota de su número, me tendrá usted que llevar detenido, porque no le voy a enseñar mi carné de identidad”.
Terminó por ceder. Para asombro de la tienda entera, los escoltas esgrimieron su condición de expertos en la lucha antiterrorista a la hora de justificar el abordaje de un ciudadano en plena calle, a lo que nuestro hombre replicó que él también sabía lo suyo de terrorismo. El empresario puso ayer una denuncia contra Garzón en la comisaría de Pozuelo de Alarcón, y ha dirigido un escrito de queja al CGPJ, en el que, por toda reparación, pide se obligue al juez a remitirle un tarjetón pidiéndole disculpas.
Como es fácil imaginar, la tienda –apenas 30 metros cuadrados de superficie- acabó convertida en algo parecido al camarote de los hermanos Marx. Y todo el mundo, salvo naturalmente los policías, alucinados por lo que estaban viendo. Un matrimonio que también se encontraba de compras y presenció el incidente a la puerta, no daba crédito: “Pero si este señor se ha dirigido al juez con todo el respeto... ¿es que es un delito discrepar con Garzón?” Pues parece que sí.
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