Oleo de Casas,1.894; ejecución por garrote vil. |
Madrid, jueves, 11 de enero de 1951. Las 7.30 de la tarde. La victima, Dª Juana Arribas García, estaba planchando en una habitación interior habilitada como comedorcito. Ella, tradicional ama de casa de los años 50 del pasado siglo XX, se limitaba a estar allí para lo que hiciera falta, desde limpiar hasta hacer la comida, como había hecho siempre. Aunque quizá ya había llegado el momento de contratar a alguien que la ayudara porque tampoco se trataba de ser la más rica del cementerio. Las tareas de la casa daban mucho trabajo y mucho agobio, por eso había llegado el momento de descansar. Su marido no se daba cuenta de lo que ella bregaba para que se lo encontrara todo a punto. Estaba demasiado metido en las necesidades de su negocio que ahora, al fin, estaba ganando un fortunón.
La señora oyó el ruido en la puerta y se sintió contrariada. Pensó que podía ser el pesado de antes, al que no le había abierto aunque venía preguntando por su marido. Normalmente no abría a nadie nunca y, si le traían algo, pedía que lo dejaran en la portería hasta que pasara a recogerlo o lo subieran su marido o su hijo. Estando sola prefería no atender llamadas de ningún tipo. Pero aquella le picó la curiosidad. Dejó la plancha y salió a ver qué querían. Al otro lado el mismo hombre de antes dijo que tenía que localizar a su marido, que era
urgente, que le dejara usar el teléfono.
Había algo que la llenaba de desconfianza. No le gustaba la voz del que estaba pidiéndole que le dejara entrar, ni le gustaba que trajera un recado o un mensaje urgente. Tampoco le gustaba que viniera a buscar a su marido. No obstante la voz era suplicante, insistente. Recordaba esa voz. Tal vez fuera cierto que traía algo que no podía esperar. Poniendo a prueba sus nervios se decidió a abrir la puerta. Inmediatamente entró un hombre bajo, vestido con una gabardina, que le pidió que le llevara hasta el teléfono, dándole mientras conversación sobre su hijo y la fecha en la que pensaba este contraer matrimonio. Hasta que de repente cambió de actitud y la apartó a un lado empujándola hacia el fondo sin darle tiempo a nada y sin ninguna consideración. Ella gritó pero fue en vano. El hombre la llevó hasta el comedorcito donde estaba la plancha. Ella volvió a gritar. Pero el hombre, despiadado, la golpeó en la cabeza con un objeto contundente que llevaba abriéndole una tremenda herida. Trató de golpearla también en el vientre, pero la mujer consiguió evitarlo a la vez que se deshacía en gritos de socorro e iniciaba la huida hacia la calle. Los gritos de la infeliz fueron oídos por unos pintores que realizaban trabajos de reparación en el piso inferior, así como por la inquilina del superior, Jovita Vian Gómez, que se asomaron a las ventanas del patio, pero que no consideraron el hecho lo suficientemente fuera de lo normal para ir a ver qué pasaba. O tal vez tuvieron miedo de lo que pudieran encontrarse. El caso es que no dieron la voz de alarma.
El criminal la alcanzó en el pasillo y de un certero tajo le cortó el cuello, seccionándole la yugular. Cayó al suelo en el pasillo prácticamente muerta. El asesino llevó a cabo un detenido registro de la vivienda y se apoderó de setenta mil trescientas pesetas, en billetes, que estaban guardados en el armario ropero de la alcoba conyugal y también mil trescientas pesetas que estaban en la cartera del hijo del matrimonio, en uno de los bolsillos de una americana colocada en una silla del cuarto donde planchaba la señora.
Los policías identificaron a la víctima como Juana Arribas García, de cuarenta y siete años, ama de casa, natural de Bailén. El crimen no fue descubierto hasta las once menos veinte de la noche. El cuerpo fue encontrado por el hijo de la víctima, Julio Caballero Arribas, al regresar a casa. Como tenía llave de la vivienda, la introdujo en la cerradura y al intentar abrir la puerta observó que aunque cedía, una vez entreabierta tropezaba con algún impedimento extraño que obstruía la entrada. Era el cadáver de su madre.
El asesino sabía que la víctima se encontraba sola. Sabía que las personas que convivían con ella, el marido, Rafael Caballero Quiroga y el hijo, Julio, habían salido de su domicilio a las tres y media de la tarde hacia su trabajo, en el taller mecánico que primero tenía en la calle de Andrés Mellado, 88, de Madrid, dato del que se había asegurado por medio de un niño que jugaba en el portal y que les había visto salir.
Las investigaciones policiales se orientaron desde el primer momento al descubrimiento del posible autor del hecho entre los miembros de la familia, las amistades de ésta y el personal del taller mecánico propiedad del marido. Las pesquisas policiales empezaron a ir por buen camino cuando los agentes tuvieron conocimiento de que en el taller había trabajado un joven que no figuraba en las listas de empleados y que ayudaba en las faenas de pintura de los automóviles.
Este crimen es uno de los que mayor impresión causaron en su época. Lo cometió un joven de veintidós años, Ramón Oliva Márquez, a quien apodaban "el Monchito". Era un hombre que necesitaba urgentemente dinero "porque quería casarse pronto" y que no había vuelto a tener un empleo decente desde que abandonara el trabajo ocasional que desempeñó en el taller mecánico del marido de la víctima. Suponía que su antiguo patrono tenía dinero guardado en casa, por lo que pudo llegar a saber mientras estuvo a sus órdenes, y por eso se presentó en la calle Écija, 6, 2º B de Madrid. El propósito era el robo y no dejar testigos que pudieran reconocerle, así que atacó a la mujer que se defendió con uñas y dientes dejándole la cara marcada y resistiéndose con desesperación. Pero finalmente sucumbió a la juventud del "Monchito", aunque este era de corta estatura y no demasiado fuerte. Una vez la mujer caída en el suelo, se apoderó del dinero y las joyas. Incluso tuvo tiempo para retirar del fuego de la cocina un cazo con leche que estaba a punto de derramarse. El criminal dejó también huellas de sangre en el grifo de la cocina.
Efectuado un registro en el domicilio del presunto asesino mediante un mandamiento judicial, fue encontrada una bolsita que contenía un reloj, una pulsera de oro y dos plumas estilográficas, objetos reconocidos como propiedad de la víctima. La policía encontró también cincuenta y una mil pesetas en billetes, y asimismo, detrás de un armario, una gabardina con rastros de sangre. También fue hallado un traje que había sido sometido a una cuidadosa limpieza.
El presunto asesino fue detenido poco después en el domicilio de su novia. Serían las tres y media de la tarde del sábado, 20 de enero, cuando lo encontraron en el patio de la vivienda donde se dejó prender sin oponer resistencia. En aquel hogar, humildísimo, fueron halladas ropas y sábanas de ajuar por valor de ocho mil pesetas que "Monchito" había regalado a su novia. Ante tales pruebas, el acusado, después de hábil interrogatorio, confesó su crimen. El traje que llevaba puesto durante el crimen lo había limpiado su propio padre, Ricardo Oliva Álvarez, de cincuenta y ocho años, que había trabajado en una tintorería. Los funcionarios policiales detuvieron a los padres del "Monchito", Ricardo y Rosa Márquez Cubella, a su novia, Elisa Alba Mejía, de veinte años, y al padre de esta, Vicente Alba Carpio. Entonces se supo que aquel día, después del crimen, "Monchito" se fue para la casa de la novia a pie y comiéndose un bocadillo de jamón que había comprado en un bar. Al llegar no pudo disimular un gran hematoma en la cara y varios arañazos, lesiones que le había causado la víctima al tratar de defenderse, por lo que inventó una historia: que se había peleado con su patrón para conseguir cobrar unos atrasos. Después del crimen fijó precipitadamente la fecha de la boda para el 22 de julio siguiente y así lo dejó marcado en una hoja de calendario. También se compró un acordeón, instrumento que siempre había querido poseer.
A Ramón Oliva, "el Monchito", algunos le tenían por retrasado metal, pero el tribunal que lo juzgo lo encontró imputable del crimen que se le atribuyó;fue condenado a muerte por robo con homicidio y agarrotado en 1952.
La señora oyó el ruido en la puerta y se sintió contrariada. Pensó que podía ser el pesado de antes, al que no le había abierto aunque venía preguntando por su marido. Normalmente no abría a nadie nunca y, si le traían algo, pedía que lo dejaran en la portería hasta que pasara a recogerlo o lo subieran su marido o su hijo. Estando sola prefería no atender llamadas de ningún tipo. Pero aquella le picó la curiosidad. Dejó la plancha y salió a ver qué querían. Al otro lado el mismo hombre de antes dijo que tenía que localizar a su marido, que era
urgente, que le dejara usar el teléfono.
Había algo que la llenaba de desconfianza. No le gustaba la voz del que estaba pidiéndole que le dejara entrar, ni le gustaba que trajera un recado o un mensaje urgente. Tampoco le gustaba que viniera a buscar a su marido. No obstante la voz era suplicante, insistente. Recordaba esa voz. Tal vez fuera cierto que traía algo que no podía esperar. Poniendo a prueba sus nervios se decidió a abrir la puerta. Inmediatamente entró un hombre bajo, vestido con una gabardina, que le pidió que le llevara hasta el teléfono, dándole mientras conversación sobre su hijo y la fecha en la que pensaba este contraer matrimonio. Hasta que de repente cambió de actitud y la apartó a un lado empujándola hacia el fondo sin darle tiempo a nada y sin ninguna consideración. Ella gritó pero fue en vano. El hombre la llevó hasta el comedorcito donde estaba la plancha. Ella volvió a gritar. Pero el hombre, despiadado, la golpeó en la cabeza con un objeto contundente que llevaba abriéndole una tremenda herida. Trató de golpearla también en el vientre, pero la mujer consiguió evitarlo a la vez que se deshacía en gritos de socorro e iniciaba la huida hacia la calle. Los gritos de la infeliz fueron oídos por unos pintores que realizaban trabajos de reparación en el piso inferior, así como por la inquilina del superior, Jovita Vian Gómez, que se asomaron a las ventanas del patio, pero que no consideraron el hecho lo suficientemente fuera de lo normal para ir a ver qué pasaba. O tal vez tuvieron miedo de lo que pudieran encontrarse. El caso es que no dieron la voz de alarma.
El criminal la alcanzó en el pasillo y de un certero tajo le cortó el cuello, seccionándole la yugular. Cayó al suelo en el pasillo prácticamente muerta. El asesino llevó a cabo un detenido registro de la vivienda y se apoderó de setenta mil trescientas pesetas, en billetes, que estaban guardados en el armario ropero de la alcoba conyugal y también mil trescientas pesetas que estaban en la cartera del hijo del matrimonio, en uno de los bolsillos de una americana colocada en una silla del cuarto donde planchaba la señora.
Los policías identificaron a la víctima como Juana Arribas García, de cuarenta y siete años, ama de casa, natural de Bailén. El crimen no fue descubierto hasta las once menos veinte de la noche. El cuerpo fue encontrado por el hijo de la víctima, Julio Caballero Arribas, al regresar a casa. Como tenía llave de la vivienda, la introdujo en la cerradura y al intentar abrir la puerta observó que aunque cedía, una vez entreabierta tropezaba con algún impedimento extraño que obstruía la entrada. Era el cadáver de su madre.
El asesino sabía que la víctima se encontraba sola. Sabía que las personas que convivían con ella, el marido, Rafael Caballero Quiroga y el hijo, Julio, habían salido de su domicilio a las tres y media de la tarde hacia su trabajo, en el taller mecánico que primero tenía en la calle de Andrés Mellado, 88, de Madrid, dato del que se había asegurado por medio de un niño que jugaba en el portal y que les había visto salir.
Las investigaciones policiales se orientaron desde el primer momento al descubrimiento del posible autor del hecho entre los miembros de la familia, las amistades de ésta y el personal del taller mecánico propiedad del marido. Las pesquisas policiales empezaron a ir por buen camino cuando los agentes tuvieron conocimiento de que en el taller había trabajado un joven que no figuraba en las listas de empleados y que ayudaba en las faenas de pintura de los automóviles.
Este crimen es uno de los que mayor impresión causaron en su época. Lo cometió un joven de veintidós años, Ramón Oliva Márquez, a quien apodaban "el Monchito". Era un hombre que necesitaba urgentemente dinero "porque quería casarse pronto" y que no había vuelto a tener un empleo decente desde que abandonara el trabajo ocasional que desempeñó en el taller mecánico del marido de la víctima. Suponía que su antiguo patrono tenía dinero guardado en casa, por lo que pudo llegar a saber mientras estuvo a sus órdenes, y por eso se presentó en la calle Écija, 6, 2º B de Madrid. El propósito era el robo y no dejar testigos que pudieran reconocerle, así que atacó a la mujer que se defendió con uñas y dientes dejándole la cara marcada y resistiéndose con desesperación. Pero finalmente sucumbió a la juventud del "Monchito", aunque este era de corta estatura y no demasiado fuerte. Una vez la mujer caída en el suelo, se apoderó del dinero y las joyas. Incluso tuvo tiempo para retirar del fuego de la cocina un cazo con leche que estaba a punto de derramarse. El criminal dejó también huellas de sangre en el grifo de la cocina.
Efectuado un registro en el domicilio del presunto asesino mediante un mandamiento judicial, fue encontrada una bolsita que contenía un reloj, una pulsera de oro y dos plumas estilográficas, objetos reconocidos como propiedad de la víctima. La policía encontró también cincuenta y una mil pesetas en billetes, y asimismo, detrás de un armario, una gabardina con rastros de sangre. También fue hallado un traje que había sido sometido a una cuidadosa limpieza.
El presunto asesino fue detenido poco después en el domicilio de su novia. Serían las tres y media de la tarde del sábado, 20 de enero, cuando lo encontraron en el patio de la vivienda donde se dejó prender sin oponer resistencia. En aquel hogar, humildísimo, fueron halladas ropas y sábanas de ajuar por valor de ocho mil pesetas que "Monchito" había regalado a su novia. Ante tales pruebas, el acusado, después de hábil interrogatorio, confesó su crimen. El traje que llevaba puesto durante el crimen lo había limpiado su propio padre, Ricardo Oliva Álvarez, de cincuenta y ocho años, que había trabajado en una tintorería. Los funcionarios policiales detuvieron a los padres del "Monchito", Ricardo y Rosa Márquez Cubella, a su novia, Elisa Alba Mejía, de veinte años, y al padre de esta, Vicente Alba Carpio. Entonces se supo que aquel día, después del crimen, "Monchito" se fue para la casa de la novia a pie y comiéndose un bocadillo de jamón que había comprado en un bar. Al llegar no pudo disimular un gran hematoma en la cara y varios arañazos, lesiones que le había causado la víctima al tratar de defenderse, por lo que inventó una historia: que se había peleado con su patrón para conseguir cobrar unos atrasos. Después del crimen fijó precipitadamente la fecha de la boda para el 22 de julio siguiente y así lo dejó marcado en una hoja de calendario. También se compró un acordeón, instrumento que siempre había querido poseer.
A Ramón Oliva, "el Monchito", algunos le tenían por retrasado metal, pero el tribunal que lo juzgo lo encontró imputable del crimen que se le atribuyó;fue condenado a muerte por robo con homicidio y agarrotado en 1952.
El verdugo, Antonio López Sierra, recibió una gratificación de 60 pesetas por su trabajo.Este verdugo ocupó la plaza de verdugo titular en la Audiencia Territorial de Madrid entre los años 1949 y 1975 y entre sus ejecuciones famosas se encuentran la de Pilar Prades Expósito, "la envenenadora de Valencia", y la del famoso asesino José María Jarabo . Su última actuación tuvo lugar en la Cárcel Modelo de Barcelona, donde agarrotó a Salvador Puig Antich (anarquista, acusado del asesinato en Barcelona del subinspector de la policia Dº Francisco Anguas) el 2 de marzo de 1974.
(Tomado de la excelente narración de Francisco Pérez Abellán)
(Tomado de la excelente narración de Francisco Pérez Abellán)