Uno de los crímenes más atroces de la historia española fue, sin duda, el cometido por José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Moris el 21 de julio de 1958.
Jarabo era un chico de buena familia, sobrino del entonces Presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo; ex alumno del colegio del Pilar, uno de los mejores de Madrid.
Este individuo acabó, a sangre fría, con la vida de cuatro personas, una de las cuales era una mujer embarazada. En el juicio que se siguió contra él por las cuatro muertes, su defensor lo calificó de "psicópata desalmado", a lo que uno de los acusadores replicó: "La mejor medicina para los psicópatas es el cadalso", que finalmente le fue aplicada, dado que fue condenado a cuatro penas de muerte y muriendo con las vértebras del cuello descoyuntadas por la quinta vuelta de tuerca del último garrote vil que se utilizó en España. Está enterrado en el madrileño cementerio de la Almudena.
Precisamente, los crímenes de Jarabo fueron los que hicieron que la tirada del periódico El Caso se acercara al medio millón de ejemplares en 1958. Era la primera vez, desde antes de la Guerra Civil, que un medio de comunicación nacional alcanzaba dicha cifra.
Seguidamente reproduzco, junto con un video de YouTube,
una interesante y veraz crónica detallada de los hechos escrita con singular soltura literaria por Juan de Juan en su blog:http://historiasdehispania.blogspot.com.es/2010/10/el-jarabo.html
F.J.deC.
Madrid, 9 de mayo de 2.014
El Jarabo
1958 fue el año de la muerte de Pío XII, Papa; así como del famosísimo, en su momento, nacimiento en Madrid de cuatrillizos. También fue el año de un sonoro Prison Break en la cárcel de El Puerto, en cuya persecución acabarían muertos los también famosos atracadores de la joyería Aldao. Pero 1958 fue, por encima de todo, para la España toda, el año de El Jarabo.
El año 1958, en efecto, y más concretamente el 21 de julio, la policía encuentra en una tienda de empeños del número 19 de la calle Sáinz de Baranda de Madrid a Félix López Robledo, a la sazón propietario del establecimiento, con dos balas en la nuca. López tenía 43 años en el momento de ser pasaportado. Esa misma tarde, muy cerca de ahí, en Lope de Rueda 57, fueron encontrados los cadáveres de Emilio Fernández Díaz, 46 años, copropietario de la tienda; de su mujer, María de los Desamparados Alonso Bravo, 30 años; y de la sirvienta, Paulina Ramos, quien no había sido muerta a tiros como sus empleadores, sino de una puñalada.
A la mañana siguiente, esto es en apenas unas horas, efectivos de la Brigada de Investigación Criminal de la Policía detenían en una tintorería de la calle Orense al asesino, José María Manuel Jarabo Pérez-Morris, que tenía entonces 33 años.
José María Jarabo había nacido en algún lugar de España y en 1936, poco después de estallar la guerra civil, se marchó con su madre a Puerto Rico. Allí dispuso de una modesta fortuna en propiedades, que le permitió vivir a muy buen tren. A pesar de que se casó, es decir teóricamente sentó la cabeza, muy joven, manejar dinero le puso en contacto con el siempre complicado mundo de lo que no es legal: prostitución, drogas, etc. En Estados Unidos fue detenido y condenado a nueve años de prisión, de los que cumplió dos. Durante ese tiempo, en la cárcel de San Luis Misouri, empleó el tiempo como ayudante del médico psiquiatra del establecimiento penitenciario. En 1950 salió bajo palabra a condición de volver a España.
Su madre se preocupó mucho de que su joven hijo José María no sintiese la mordedura de la pobreza. Alto, siempre bien vestido y muy buen parecido (las mujeres de la época lo reputaban un pibón), el Jarabo no tenía problemas para vivir. Su madre le enviaba cada mes de 500 a 1.000 dólares y una tía suya, residente en Madrid, lo subvencionaba con 7.000 pesetas. Eso sin embargo no evitó que Cuqui, como se le conocía familiarmente, se metiese pronto en problemas. A los dos meses de estar en España, fue denunciado por lesiones. Al año siguiente, por el mismo delito y por agresiones a mujeres. En 1952 fue acusado de estafa. En el 54, por chantaje. En el 55, por hurto. En el 56, dos veces más por estafa. En el 57, por allanamiento de morada.
En su época se llegó a estimar que, en los ocho años que vivió el Jarabo en España en libertad, pudo gastar uno 15 millones de pesetas, que viene a ser más de 200.000 euros de hoy en día [un lector anónimo me ha hecho notar que este cálculo es notabilísimamente conservador; en realidad, 15 millones de pesetas de aquel entonces son algo más de 3 millones de euros de hoy en día]. El Jarabo se levantaba a las seis de la tarde, gastaba sin tasa, conocía a una tía cada día y, cuando se quedaba sin dinero, mentía. Si no mentía a las mujeres, aprovechando su atractivo, mentía a los médicos, aprovechando una habilidad nata que tenía de fingir desmayos y ataques epilépticos.
En 1958, sin embargo, su situación económica llegó a un punto sin retorno. Él, que había epatado a medio Madrid con su Cadillac (un coche que entonces muy poca gente podía permitirse) apenas poseía ahora un cuatro-cuatro de mala muerte. Cuando su familia le redujo el flujo de pasta a 7.500 pesetas mensuales, candidad más modesta de la que Jarabo estaba acostumbrado a recibir, inició la cuesta abajo de empeños típica en todo toxicómano. Hipotecó el chalet de su padre en Ciudad Lineal. Luego empeñó sus trajes, sus sombreros, sus plumas estilográficas. Incluso sus gafas.
El Jarabo conocía a Robledo y Fernández, los copropietarios de la casa de empeños Jusper, desde 1955. Aunque no podemos asegurarlo, en aquellos primeros empeños que realizó tuvo que haber ya sus problemas, porque es un hecho comprobado en el curso de las investigaciones que los peristas [tal y como me hace notar Van Brugh, llamar a los dueños de Jusper «peristas», esto es comerciantes de objetos robados, es una apreciación subjetiva mía. Lo es, en efecto, aunque algún elemento de juicio tengo para pensar que podrían serlo] le tenían miedo.
En 1956, el Jarabo se encoñó con una tía llamada Beryl Martín Jones, mujer casada pero en busca de eso que dicen a walk on the wild side, tu-turú, con la que ocupó muchas de las noches de aquel Madrid de posguerra, donde puede que fuese más difícil conseguir talco para la pituitaria, pero no imposible. A la parejita, a base de champán, gambones y más cosas, se le terminó el dinero, momento en el que el Jarabo convenció de que empeñase un anillo que poseía, donde había engarzada una joya de cierto tamaño y calidad, anillo que, según el propio Jarabo, podría valer hasta 200.000 pesetas.
El 26 de octubre de 1957, el Jarabo vendió el anillo en Jusper, por 4.000 pesetas; precio que, en sí, ya nos está diciendo hasta qué punto los peristas le estaban apretando las tuercas.
La tal Beryl se arrepintió pronto de lo que había hecho, probablemente por ciertos problemas con su marido, y le reclamó a su amante la joya. Pero él no se la devolvió. No se la podía devolver, porque el Jarabo, en cuanto tenía 4.000 pesetas en la mano, o bien las esnifaba, o bien se las bebía, o bien las transmutaba en líquido seminal.
El 19 de julio de 1958, el Jarabo llamó a Jusper y concertó una cita con sus dueños en la tienda. Les dijo que había concebido una operación para recuperar la joya de Beryl y otros objetivos que había empeñado en el establecimiento, aunque, en realidad, lo que tenía era un plan para recuperar el anillo por la fuerza.
Tengo por mí, en todo caso, que la primera idea de Jarabo fue simplemente robar el anillo. Los copropietarios esperaron en vano la cita, y se fueron. En realidad, el Jarabo llegó tarde, a eso de las diez menos cuarto, a propósito. Intentó abrir la tienda, pero no pudo con la cerradura. Entonces, decidió ir al domicilio de Fernández, Lope de Rueda 53, cuarto izquierda, donde creía que estaría la joya (verdaderamente, muchos peristas solían guardar en sus casas los objetos más valiosos).
Para entonces, eso sí, Jarabo ya sabía que iba a matar a alguien. Fue armado de una pistola del calibre 7,65. En el ascensor, se cuidó de abrir las puertas con los codos, para no dejar huellas; llamó al timbre con la articulación de las falanges de un dedo. Le abrió Paulina, la sirvienta. Jarabo preguntó por don Emilio, que estaba en casa. Le hicieron pasar al comedor, donde Fernández fue a su encuentro.
Discutieron sobre el anillo. Fernández se airó y lo echó de la casa. El Jarabo hizo intención de obedecer. El perista, confiado, se dirigía hacia su cuarto de baño y no tuvo tiempo de darse cuenta de que el Jarabo daba la vuelta en el pasillo, se acercaba, le colocaba el cañón de la pistola en una sien, y pum.
Paulina, en la cocina, preparaba la cena. Salió al pasillo y lo vio todo. Echó a correr, gritando, hacia la puerta. El Jarabo la atacó por la espalda, le puso una mano en la boca y con la otra, que asía la pistola, le arreó una hostia culatera en la frente. Eso sí, o bien Jarabo estaba muy nervioso o bien Paulina era bien recia, porque no perdió el conocimiento. La arrastró a la cocina y, como no dejaba de zafarse, el Jarabo tomó un cuchillo de la cocina y se lo hundió en el corazón.
Depositó el cadáver de la sirvienta en una cama. A las diez y media, el Jarabo todavía estaba en el piso cuando oyó el chasquido del cerrojo en la puerta de la calle y se encontró de bruces con María de los Desamparados Alonso Bravo, la mujer de Fernández, quien no le conocía. Le preguntó qué hacía allí. El Jarabo, con total aplomo, se presentó como inspector de Hacienda e informó a la mujer que su marido estaba siendo investigado por un caso de tráfico de oro y divisas; que otros inspectores habían estado allí con él hasta unos minutos antes; que se habían llevado a su marido y a Paulina; y que él se había quedado completando el registro. El truco tenía sus visos de realidad. La España de los años 50, una España de posguerra, sufría aún las consecuencias de que el país se hubiese quedado seco de reservas de oro; durante la guerra, Franco llegó a incautarse incluso de pequeños utensilios médicos con pequeñas cantidades de oro. Por ello, en aquella época la fuga de capitales, y sobre todo de oro, era una de las obsesiones de la seguridad del Estado, e incluso en algunos casos los nombres de los culpables fueron hechos públicos para general escarnio. A nadie podía extrañar, por lo tanto, que si la policía sospechaba de una fuga, se desempeñase con total celeridad.
En principio, la mujer le creyó. Pero cuando vio unas manchas de sangre en su camisa cayó en la cuenta del engaño, comenzó a gritar y corrió hacia su dormitorio. Fue allí donde Jarabo le dio alcance y le disparó en la cabeza.
Tras los tres asesinatos, el Jarabo se apoderó de quinientas pesetas que llevaba encima Fernández, varios objetos de oro y las llaves de la tienda. Limpió los lugares que creía haber tocado (incluido el mango del cuchillo que se quedó clavado en Paulina), recogió los casquillos de las balas, se quitó la camisa manchada de sangre, la tiró en el dormitorio y se puso una limpia de su víctima. Luego colocó vasos mediados de alcohol en el bar del salón, algunos de dichos vasos mezclados con el carmín de la señora de la casa que encontró en el dormitorio, para dar pistas falsas a la policía. Colocó sillas para que pareciese que allí había habido una reunión de varias personas, dejó un disco puesto en el tocadiscos y, finalmente, fue al dormitorio de Paulina y le rasgó el vestido hasta dejarla medio desnuda.
Jarabo, por lo tanto, trató de colocar las cosas de modo que la policía pensara que una pequeña banda, conocida de Fernández, había ido a su casa y había tenido una pequeña fiesta alcohólica que terminó mal, con la violación o intento de violación de la asistenta y el asesinato de ésta y de los dueños. Recogió los casquillos para que la policía pudiera pensar que se habían disparado varias pistolas y, así, se garantizaba que no se buscase a un solo asesino. Todo esto revela una mentalidad estratégica para el crimen, unida a una notable desorientación con los detalles, lo que siempre me ha hecho pensar que todo aquello lo debió hacer el Jarabo ciego de coca.
En primer lugar, el Jarabo no podía aspirar a que la policía se diese cuenta de que marido y sirvienta, por una parte; y mujer, por la otra, habían muerto en momentos diferentes. Eso son cosas que los forenses establecen con cierta facilidad; aún más, probablemente la mujer había estado con alguien antes de ir a casa, así pues no sería difícil establecer que no llegó antes de las diez y media. Con mayor facilidad aún, habrían establecido que en el cuerpo de Paulina no había signos de violación ni de tentativa de la misma. Y, más aún, Jarabo dejó una camisa suya, manchada de sangre quizás incluso suya (es bastante normal, en los asesinatos por arma blanca, que el agresor se hiera), en la escena del crimen. Manchada de sangre y tirada al lado de la cama, no podía ser más que del asesino.
Con total frialdad, Jarabo siguió en el piso hasta las nueve de la mañana del día siguiente, domingo 20, en que salió con las llaves que había robado. Pasó el día entero de guardia en los alrededores de la casa. Incluso se preocupó de llamar por teléfono a una mujer llamada Ángeles Mayoral, la amante de Félix López, con la que mantuvo una conversación insulsa para que ésta sacase como conclusión que no sabía nada de lo ocurrido. Esta conversación, en su cabeza, cerrada el círculo de su inocencia. Y, sin embargo, lo llevó al garrote vil.
Durmió en una pensión de la calle de Escosura y el lunes, a las ocho de la mañana, fue a la tienda y la abrió con las llaves que ahora poseía. A las nueve y media llegó Félix López Robledo, cuando Jarabo todavía buscaba la joya. Jarabo le disparó dos veces en la nuca. El asesino arrastró el cadáver al fondo de la trastienda y trató de tapar la hemorragia con serrín, ya que la sangre era abundante y amenazaba con fluir por debajo de la puerta del portal. Luego se lavó las manos y buscó infructuosamente la llave de la caja de caudales; la llave estaba allí, colgando de una alcayata, pero en un lugar bastante inaccesible de la trastienda. Incapaz de dar con la joya, le robó al muerto 800 pesetas. Después robó varios objetos de oro, un maletín y un traje. Puso en el maletín las joyas, la pistola y su traje manchado de sangre, y, vestido con el traje empeñado, salió de la tienda.
Nada más encontrar los cadáveres, la policía inició sus pesquisas. Interrogó a fondo a Ángeles Mayoral, que fue quien les dio la clave. Ella les dijo que su amante temía especialmente a un hombre llamado Jarabo; el mismo hombre que, por casualidad, le había llamado a ella unas horas antes. La policía, que tiene por costumbre no creer en las casualidades, no tardó en localizar su ficha, y la científica tampoco tardó mucho en comprobar la coincidencia entre las huellas de la misma y algunas de las logradas en la tienda y en el piso, pues la limpieza del criminal no había sido perfecta.
El Jarabo, tras salir de la tienda, se había ido a una tintorería de la calle Orense, donde había encargado la limpieza urgente de su traje, que, dijo, necesitaba para el día siguiente. Luego pasó todo el lunes viviendo su vida de vivalavirgen, metiéndose de todo por la nariz, de copa en copa y de puta en puta; ajeno al hecho de que la policía, ya en la madrugada del martes, lo buscaba por todo Madrid. A primera hora de la mañana, no obstante, fue en la tintorería donde lo pillaron, cuando fue a recoger su traje.
El Jarabo sabía que toda posesión es empeñable. Por eso mismo, un drogadicto nunca deja atrás una posesión mínimamente valiosa. Cualquier otro se habría deshecho del traje. Pero no él. Para él, el traje era la oportunidad de empeñarlo y pagar un tirito más. A ello hay que añadir que le gustaban mucho los trajes; tanto, que durante su juicio estrenó uno cada día. Por eso quiso limpiarlo, y labró su perdición.
Fue el último convicto ejecutado en España por acciones de la justicia ordinaria. Dicen quienes la vieron que fue una ejecución larga y muy desagradable.
Juan de Juan
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