Además de su espiritualidad y humanidad, este Papa indigna por su inteligencia. La Filosofía, la Teología, la Literatura, el Arte y la Música lo han acompañado a lo largo de su vida. Y como todos los grandes intelectuales ha encontrado la sencillez en sus palabras. Es como su mirada. Directo. Amor, familia, vida, paz y unidad. Eso nos ha dicho a los españoles, primero en Santiago y después en Barcelona. «Que los españoles vivan como una sola familia». No es una injerencia en la política nacional, sino el resultado de un conocimiento profundo de la Historia de España. En la plaza del Obradoiro habló del camino cristiano y culto que Europa trazó para peregrinar al «Finis terrae». Un camino de oración, esfuerzo, fe, generosidad y premio final. En Barcelona, de la creatividad de una sociedad personalizada en un genio que levantó hacia el cielo las saetas prodigiosas de la Sagrada Familia. Al fin ha dejado de ser sólo piedra encantada, para convertirse en templo, basílica y ejemplo de belleza y trabajo. Dominó las pautas de los idiomas. El español, en el que se entiende toda esa familia que el Papa desea unida, el gallego y el catalán. Todos contentos. Dios y la vida. Creencia de paz.
Rechazo de la violencia. Libertad y respeto. Defensa serena y contundente del derecho a la vida de los indefensos «desde el momento de su concepción». Ni un tópico ni un lugar común. En Santiago, más calor popular. En Barcelona, más estricto el protocolo. En su palabra, la referencia continua al laicismo imperante impuesto por los gobernantes. Un laicismo que ha destapado odios y vilezas. Ser laico es respetable desde la libertad. Ser anticristiano, no. Somos todos consecuencias de una historia que ha alcanzado las más altas cotas de derechos humanos, libertad y riqueza intelectual de la mano milenaria del humanismo cristiano. No lo dijo con aspavientos beatos y florituras verbales. Lo soltó con la serenidad de su inteligencia. Y claro, que por ello es el Papa, con la convicción de su fe, que a nadie daña, que a nadie ataca, que a nadie insulta y que a nadie obliga.
Ha sido vejado y martirizado conceptualmente por ser el Papa que se ha enfrentado con más valentía y rigor a los abusos de unos pocos que tanto daño y herida han producido. Ha abierto las puertas del silencio ante los escándalos y le han acusado de ser el causante de ellos. No sólo tiene y desborda la autoridad moral de ser el Santo Padre, sino la suya personal, conquistada día tras día durante una vida dedicada a los demás. Por eso arrasa. A sus más de ochenta años le ha dado a la Iglesia un empuje de renovación y fuerza que en otras circunstancias se calificarían de revolucionarios. La revolución de la inteligencia ante la estupidez. De la fe ante el laicismo programado.
Stalin, que sabía del peligro de la autenticidad ante la fuerza de las armas, preguntó que cuantas divisiones poseía el Papa de Roma. No entendía el poder universal de un hombre, el representante de Cristo en la tierra, que vive guardado por un ridículo número de soldados armados de lanzas. Ese hombre, que cambia cuando muere y vuelve a ser el mismo hombre cuando es elegido, derribó el Muro de Berlín y abrió la puerta de la libertad a centenares de millones de europeos encarcelados tras un telón de acero ignominioso. Y ese hombre, siendo otro hombre con otro nombre, pero el mismo, es el que nos ha dicho en Santiago y Barcelona que defendamos la vida de los indefensos, la suerte de los desfavorecidos, y la libertad en paz de todos los hombres. Por eso lo insultan.
Rechazo de la violencia. Libertad y respeto. Defensa serena y contundente del derecho a la vida de los indefensos «desde el momento de su concepción». Ni un tópico ni un lugar común. En Santiago, más calor popular. En Barcelona, más estricto el protocolo. En su palabra, la referencia continua al laicismo imperante impuesto por los gobernantes. Un laicismo que ha destapado odios y vilezas. Ser laico es respetable desde la libertad. Ser anticristiano, no. Somos todos consecuencias de una historia que ha alcanzado las más altas cotas de derechos humanos, libertad y riqueza intelectual de la mano milenaria del humanismo cristiano. No lo dijo con aspavientos beatos y florituras verbales. Lo soltó con la serenidad de su inteligencia. Y claro, que por ello es el Papa, con la convicción de su fe, que a nadie daña, que a nadie ataca, que a nadie insulta y que a nadie obliga.
Ha sido vejado y martirizado conceptualmente por ser el Papa que se ha enfrentado con más valentía y rigor a los abusos de unos pocos que tanto daño y herida han producido. Ha abierto las puertas del silencio ante los escándalos y le han acusado de ser el causante de ellos. No sólo tiene y desborda la autoridad moral de ser el Santo Padre, sino la suya personal, conquistada día tras día durante una vida dedicada a los demás. Por eso arrasa. A sus más de ochenta años le ha dado a la Iglesia un empuje de renovación y fuerza que en otras circunstancias se calificarían de revolucionarios. La revolución de la inteligencia ante la estupidez. De la fe ante el laicismo programado.
Stalin, que sabía del peligro de la autenticidad ante la fuerza de las armas, preguntó que cuantas divisiones poseía el Papa de Roma. No entendía el poder universal de un hombre, el representante de Cristo en la tierra, que vive guardado por un ridículo número de soldados armados de lanzas. Ese hombre, que cambia cuando muere y vuelve a ser el mismo hombre cuando es elegido, derribó el Muro de Berlín y abrió la puerta de la libertad a centenares de millones de europeos encarcelados tras un telón de acero ignominioso. Y ese hombre, siendo otro hombre con otro nombre, pero el mismo, es el que nos ha dicho en Santiago y Barcelona que defendamos la vida de los indefensos, la suerte de los desfavorecidos, y la libertad en paz de todos los hombres. Por eso lo insultan.
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