Como el desesperado Ricardo III de Shakespeare ofrecía su reino por un caballo en medio de la batalla, Zapatero ha acabado ofreciendo por su silla de Washington un reino que no es suyo, sino nuestro.
Escribe Ignacio Camacho en ABC que, como el doctor Fausto de Goethe, ha vendido su alma a Sarkozy a cambio de la eterna juventud política de una foto en la Casa Blanca.
La frase revelada en Le Fígaro por los ufanos asesores del presidente francés -«te daré todo lo que me pidas»- podrá no ser literal, pero deja muy pocas dudas sobre la índole genuflexa de la llamada ofensiva diplomática del Gobierno para sentarse en la mesa de los grandes del planeta.
Si Aznar se apuntó literalmente a un bombardeo para salir retratado en las Azores, su sucesor ha implorado un asiento del G-20, sin derecho a bandera, en la vergonzosa taquilla de una reventa de segunda mano.
Y la ha obtenido, a un precio que en su momento se sabrá, porque el arrogante napoleón francés se ha dedicado a realquilar los pases de la presidencia europea -también lo ha hecho con Holanda y hasta con Chequia- en el mercado negro de los favores de la política.
La presencia de Zapatero en la cumbre, incuestionablemente positiva para España en términos objetivos, no se justifica tanto en la moderada importancia final de su contribución como en su propia necesidad de eludir las críticas de irrelevancia que hubiese suscitado su ausencia.
El presidente estaba en efecto dispuesto a cualquier cosa, según el espíritu del célebre «como sea» de otra anterior reunión internacional, con tal de evitar que se le acuse de no pintar nada entre las grandes naciones.
La foto de Washington, aunque sea en un extremo de la mesa -¿cómo se las apañaría sin intérprete, sentado entre Merkel y Balkenende en la cena del viernes?-, le permite contrarrestar en parte los efectos de su perniciosa inacción interna ante la crisis y proyectar en España la imagen de un dirigente con peso específico.
Su prioridad ha sido en todo momento el mercado interior, el mercado de los votos y de la opinión pública, el único que activa con intensidad sus reflejos políticos; a ese propósito de propaganda y marketing ha supeditado su desmedido despliegue suplicatorio.
Pero el éxito de esa gestión ha sufrido el desgaste de su patente carácter pordiosero; lo que para el Gobierno constituye un brillante desempeño diplomático ha resultado ser una vergonzante compraventa de favores a precios de necesidad usuraria.
El cheque en blanco librado a nombre de Nicolas Sarkozy paga, pues, una operación de malabarismo mediático, un ejercicio de pirotecnia política.
Las vaporosas conclusiones de la reunión, apenas una bieintencionada y grandilocuente declaración de intenciones, avalan la evidencia de que se trataba ante todo de una puesta en escena en la que bien es cierto que era mejor estar presente que no hacerlo.
Para Zapatero representaba, sin embargo, algo más: la oportunidad de rebatir sacando pecho la acusación de que bajo su mando no pintamos nada.
En ese sentido se ha salido con la suya, aunque pagando un alto precio y en una silla realquilada: hemos pintado, o al menos ha pintado él, la mona.
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