La sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre los crucifijos ha devuelto al debate público un tema que se venía planteando periódicamente en diversos países de Europa: la conveniencia o legitimidad de que en lugares públicos se pueda exhibir el símbolo cristiano por excelencia: la cruz de Cristo.
Cuando el otro día recibí la invitación de Vida Nueva para dar mi opinión sobre este asunto, lo primero que pensé fue: en realidad, yo podría adoptar o defender cualquiera de las dos posibles posiciones –sí o no; a favor o en contra– sin ser necesariamente infiel a mí mismo. Y no porque crea que las razones de ambas opciones tengan el mismo peso, ni porque el virus del relativismo me haya privado de clarividencia, sino porque, como intentaré explicar, se trata, sobre todo, de una cuestión de enfoque previo, de comprensión, o pre-comprensión radical de la realidad humana y social en toda su indiscutible profundidad. Empezaré, pues, tratando de mostrar en qué sentido –o mejor, desde qué supuestos– me parece posible adoptar una u otra posición sin incurrir en una flagrante incoherencia. Hecha esa clarificación, diré cuál es mi opción, intentando demostrar que goza de un plus de humanidad y de una mayor capacidad de transformación de nuestras sociedades, víctimas hoy día de la dictadura de la corrección política.
El pensamiento de san Pablo viene en mi ayuda para poder plantear con cierta hondura un tema casi siempre tratado en un plano burdamente anecdótico. Como todos sabemos, el meollo de la propuesta paulina en su predicación se puede formular así: lo mejor que os ha pasado a los que habéis conocido a Cristo, es que ya no estáis bajo la ley, sino que podéis vivir bajo la gracia. Esta visión de las cosas, tan sencilla como profunda, resulta aplicable, a mi juicio, a no pocas cuestiones de importancia existencial para los creyentes, y muy concretamente, a este asunto que algunos, con infantil simplismo, están llamando ya guerra de los crucifijos.
Esos padres italianos que han apelado a Estrasburgo en demanda de amparo ante lo que consideraban una agresión –la presencia de la cruz– estarían, en terminología paulina, “bajo la ley”; es decir, están en su derecho; su demanda es pertinente, y hasta irreprochable. Por su parte, el alto tribunal ha procedido, como era su obligación, en el ámbito de la ley; y haciendo de ella una interpretación jurídicamente discutible, pero perfectamente legítima, ha fallado como todos conocemos. Por eso estoy convencido de que si uno se pone “bajo la ley”, es decir, si se remite en exclusiva al universo jurídico, puede tranquilamente aceptar de buen grado la sentencia, al margen de sus personales preferencias. Ahora bien, hecha esta clarificación, ¿es la plataforma jurídica la única posible, también en una sociedad que se precia del imperio de una ley igual para todos? ¿No resulta igualmente legítimo, además de humanamente más profundo y enriquecedor, situarse, también en este asunto, “bajo la gracia”? A mí me parece que sí. Veamos.
Creo que aceptar esta posibilidad resulta más humano, porque supone consentir y asumir con todas sus consecuencias el universo simbólico como fuente de sentido y matriz generadora de libertad; como fuerza capaz de incorporar a la existencia la nostalgia y el sueño de una reconciliación posible. ¿Y qué otra cosa es la cruz, sino señal que anuncia lo que podemos llegar a ser –humanidad reconciliada en el perdón y la entrega–, siempre que renunciemos a ser lo que de hecho somos: humanidad rendida a la esclavitud de la violencia que aniquila a los pacíficos?
La cruz, es verdad, no tiene “derecho” a presidir las aulas de las escuelas, las habitaciones de los hospitales, o los lugares públicos en general. Tampoco pretende tenerlo. Ahora bien, es precisamente esa rotunda renuncia a tener derecho alguno, a imponerse, siquiera por la vía legítima de lo jurídico, la que le permite ofrecerse como “gracia” en estado puro, es decir, como símbolo, fuerte y humilde a un mismo tiempo, de la entrega total, universal, y a fondo perdido; como símbolo de una humanidad nueva, y como recordatorio permanente de que Dios está de parte de los débiles y de los que se dejan matar para lograr la reconciliación.
Siempre he creído en la capacidad de los símbolos para abrir la vida de los hombres a profundidades insospechadas. Pocos símbolos tan poderosos –desde su paradójica debilidad– como la cruz. De modo que prefiero ponerme y vivir “bajo la gracia” –tan cálida–, aun respetando sinceramente la ley –tan fría–.
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miércoles, 25 de noviembre de 2009
La sentencia del tribunal de Estrasburgo sobre los crucifijos en las escuelas.
Articulo publicado en el nº 2683 de la revista Vida Nueva, por Dr. Dº Federico de Carlos Otto, doctor en Sagrada Teología
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